En House of Cards, Claire Underwood, la mujer del todopoderoso presidente de Estados Unidos, le recuerda a su marido, al que llama cariñosamente “Francis”, que el despacho oval de la Casa Blanca se lo debe a ella. La serie, devorada por millones de norteamericanos y no menos europeos, refleja la trastienda del poder, los meandros oscuros y sórdidos por donde discurren los gobernantes que solo viven de la propaganda y la imagen.

En España, la peste del coronavirus está sacando a la superficie lo mejor y lo peor de la política. En la zona cero del poder –el Palacio de la Moncloa–, los fantasmas arrastran sus cadenas con cuidado para no infectarse, después de que hayan caído una vicepresidenta, dos ministras, el jefe del comité médico, varios familiares del presidente… La desinfección a base de ozono ha limpiado cada rincón del búnker de La Moncloa, y ya de paso se ha llevado por delante las preguntas incómodas de los periodistas, filtradas para evitar que no pongan en aprietos al Gobierno más nutrido desde la transición, donde solo el presidente y cuatro ministros trabajan, y los otros dieciocho de vez en cuando pasean su vacuidad por las teles.

Pero hay fantasmas, cuyas cadenas chirrían en el oído de Pedro Sánchez. Una Claire Underwood a la española grita desde su cuarentena por el macho alfa que la ha dejado, al que reclama, como Claire a Francis Underwood, su recompensa por haber alimentado el ascenso del líder. La pareja ya no vive junta. Nuestra Claire guarda el aislamiento en la residencia obrera más opulenta de la historia, mientras su líder, el sumo pontífice de la justicia social, el Francis de los pobres, duerme en su Ministerio muy cerca de su nueva primera dama, hija de un reconvertido de la Falange a gurú del podemismo. 

Y Pedro Sánchez recuerda, mientras prepara sus “aló presidente” con preguntas trucadas y mensajes adolescentes a una nación que tiene ya el 20 por ciento mundial de los muertos por coronavirus, y solo ostenta el 0,6% de la población del planeta, aquellas proféticas palabras de su campaña electoral: “Si yo me coaligara con Podemos, el 90 por ciento de la sociedad española no dormiría”. Él tampoco lo hace, no hay más que ver su cara justificadamente grave y apenada. Pero pocos saben que además del coronavirus –que llega hasta sus más allegados- y la destrucción de empleo más devastadora de la historia, tiene intramuros una telenovela venezolana, y nunca mejor dicho. En ese culebrón, que protagonizan dos de sus ministros –unidas pueden–, ella, que llegó a ser lo que es gracias a su compañero, no va a callarse cuando caiga en desgracia por la nueva musa de él, macho alfa. Ella, defensora de la independencia de la mujer frente a la dominación masculina, ella, valedora de la igualdad…, no aguantará que se la destrone sin levantar la pancarta. Con la esperanza, esta vez, de no salir contagiada.

Por eso, los ministros socialistas, algunos por sí mismos más solventes que la suma de sus compañeros de coalición, no dan crédito cuando les susurran el chismorreo al oído. Por eso, alguno, como el ministro Escrivá, no recuerda mayor bochorno que el que le hizo pasar ayer Yolanda Díaz, una visionaria de los ERTES –que por cierto, introdujo Rajoy en su denostada reforma laboral de 2012–, cuando explicó el libro de petete del empleo a los niños y a las niñas españoles. Y todo, políticos adolescentes de asamblea universitaria y despechos amorosos, en un mismo Consejo de Ministros que está llamando a gritos a un nuevo presidente: Jorge Javier Vázquez.