Muerte paranoica, estrecha, entrometida / Muerte que no mueres, en tanto que haya vida. / Muerte parto inverso, partida mal parida / Mala muerte tengas ¡ay!… / ay muerte de mi vida.
Luis Eduardo Aute
La mala muerte se ha llevado a Aute. Lo había arrebatado a plazos desde hace cuatro años, cuando lo dejó varado en una cama, con su mayor tesoro -su cabeza de juglar-, hibernando a la espera de una primavera que lo despertara. La primavera llegó, pero tan esquiva para él, que esta primavera de 2020 no le floreció. Se quejaba otro poeta, Joaquín Sabina: “Quién me ha robado el mes de abril”. Pero no nos lo ha robado nadie, que está aquí, preñado de angustia, agonía, … y esperanza. En esta primavera de flores y virus florecidos como amapolas, de nostalgias y series televisivas, de angustia y deseo de vivir, de sobrevivir, Luis Eduardo se ha llevado las rosas y nos ha dejado el mar, solo, monótono, infinito casi, para que viéndolo reflexionemos sobre la levedad de nuestra existencia y la necesidad de coexistir.
Aute tenía 76 años y técnicamente no era un viejo. Pero si la enfermedad no lo hubiera visitado unos años antes, amarrándolo a una cama sin esperanza de vida digna, las estadísticas lo hubieran depositado en el nicho de población vulnerable al maldito virus. Porque no olvidemos que cuando esta peste asomó el hocico por Oriente, el mantra científico que trataba de tranquilizar a algunos, y solo tranquilizaba a los desaprensivos, era que se cebaba en “los viejos”. Las estadísticas demuestran lo que se dice en La Celestina: “Nadie es tan joven que no se pueda morir mañana, ni tan joven que no pueda vivir un día más”. Y ahí estamos todos, jóvenes y viejos, sorteando la amenaza.
Luego vendrían los terribles datos de muertes en las Residencias de mayores y empezamos todos a humanizarnos; quizá porque pensando en que estamos más cerca de ese retiro que de nuestro nacimiento, concluimos que ese no es final para nuestros mayores. No es que estemos en contra de ese purgatorio en vida, no hay otra solución en esta moderna vida de progreso y de despego, pero, precisamente por eso, deseamos lo mejor para esas casas de acogida final.Para cuando todo esto pase, que pasará, veremos que ese holocausto no era final para nuestros mayores, ni para nosotros. Nuestros futuros representantes biológicos, podrán decir –emulando a Monterroso–: Cuando despertó el coronavirus el siguiente otoño, nuestros antecesores seguían allí. Nuestros mayores vienen, como poco, de una posguerra dura y de muchos años de templanza para sacar adelante este país. Luchadores, héroes de verdad, no como decimos serlo nosotros ahora, con la nevera llena, Netflix en la tele y Amazon llamando a la puerta, no se merecen un final deshumanizado, ni mucho menos un desarraigo en la sala de espera. Como sociedad les debemos mucho. Tanto, que la estadística del paro, que conocimos hace tres días, solo reflejó la devastadora muerte de los empleos (de los “jóvenes”, de nuevo), pero no que, por primera vez en nuestra historia, 8.300 pensionistas habían causado baja “forzada” en la Seguridad Social en pocos días. España, y las sociedades ecuménicas a las que el virus ha castigado su modo de vida desatento, no eran países para viejos; eran países para efímeros engreídos. Seguro que Aute haría una canción para esos viejos y jóvenes que se han ido sin decir adiós; y para los que queden. Y en ella dejaría recomendado, como una letanía, que cuando salgamos de esto no se olvide nadie de que siguen existiendo los científicos, los hospitales, los centros de salud, los médicos, … y los enfermos.