Convencida de que el único estreno importante que hemos tenido todos en lo que va de año es este virus que nos ha llegado como un turbión arrasando toda esencia humana que encontrara, me miro las manos y las veo congestionadas por el aplauso incontenible. Siete y cincuenta y cinco de la tarde, abro la ventana para aspirar algo más de vida que la que me da el calor de hogar, para violar la seguridad claustrofóbica del miedo, para ejercer la lealtad a lo que se debe hacer y…; para oír el ruido estrangulado de la vida: todo es silencio en esta ciudad que parece muerta, ni un cuerpo transita, ni un alma en la calle.
Tras cinco minutos de éxtasis se rompe el letargo y dejamos de escuchar el tac, tac, tac rítmico de nuestro corazón para atender el plas, plas, plas embriagador que nos arranca el entusiasmo y nos hace partícipes de ese orfeón vecinal formado para agasajar a todos los que están entregados a la lucha contra este maldito virus, para agasajarnos a todos.
Hoy, a las ocho de la tarde, estaban todos (casi todos, qué se le va a hacer) los balcones y ventanas abarrotados de palmas como jamás ningún Domingo de Ramos haya estado nunca. No ha salido la gente a comprarlos a la calle, pero los aplausos de adhesión a todos los que luchan por que sobrevivamos y a los que tratamos de sobrevivir resultan apabullantes.
No durarán esas palmas todo un año, marchitarán por incongruencia antes que las tradicionales, pues espero y deseo que todo esto acabe pronto. Pero mientras tanto quiero sentir, saber que no estoy sola, que todos somos uno contra el virus. Y que aunque no veamos este año a esa Virgen morena con verde manto ni a Jesús del gran poder, sigue la vida, y que aunque no se nos note, la procesión va por dentro.