Lo que nos ocurre hoy podía haber sido una distopía hace medio año. Mediados de noviembre de 2019. Acaban de celebrarse las elecciones generales. Por segunda vez en el año. El presidente del Gobierno en funciones se ha presentado a los comicios comprometiéndose a no pactar con el partido con el que compite en la izquierda, en la extrema izquierda, Unidas Podemos, porque –ha dicho– no dormiría tranquilo si permitiera la entrada de su líder, Pablo Iglesias, en su Gabinete. No dormiría él ni el 90 por ciento de la población, ha remachado. Tan rotunda ha sido esa afirmación que una parte de su electorado ha vuelto a votarle, al creer conjurado ese peligro de encamarse con su principal enemigo.

Pero 24 horas después de ganar las elecciones, Pedro Sánchez se abraza a Iglesias y ahora sí, cree superado el insomnio, aunque nada dice del que pronosticó a la inmensa mayoría de la población española. La amnesia es tan profunda que el nuevo Gobierno toma posesión con cuatro miembros de una formación que en su ADN lleva aniquilar al PSOE. Además, ese sorprendente abrazo se produce en el peor momento de Iglesias, cuestionado por sus pocos críticos internos (a la mayoría los ha fulminado) y con los peores resultados electorales de su historia: pierde siete escaños respecto a los comicios de abril. El Gobierno de coalición le salva literalmente. A él, porque la pesadilla de los ciudadanos, que vaticinó Sánchez, no ha hecho más que comenzar.

En enero, el Ejecutivo empieza a andar. A miles de kilómetros, en China, un virus resistente y desconocido empieza a matar en una pequeña localidad, Wuhan. Aunque la OMS dice fiarse de la transparencia del régimen chino, el número de muertos empieza a crecer y la dictadura de Pekín da un cerrojazo informativo. Pero sorprendentemente –la globalización tiene estas cosas– la epidemia salta a Europa, y hace estragos en el norte de Italia. Hasta cinco avisos –entre finales de enero y febrero– emite la OMS para que el mundo se prepare para una pandemia de perfiles desconocidos. 

A mediados de noviembre, esa distopía era impensable. Y los dos primeros meses de 2020 también transcurren sin que las autoridades españolas parezcan conscientes de lo que se nos viene encima. Tanto es así que el 8 de marzo el Gobierno alienta a la participación en una masiva manifestación para conmemorar el Día de la Mujer. Y permite que se celebren decenas de actos culturales, deportivos y políticos (Vox reúne a miles de personas y su cuadro dirigente termina contagiado). La falta de responsabilidad del partido de extrema derecha es evidente pero no lo es menos la del Gobierno español, en cuyas manos estuvo prohibir todos esos eventos y no lo hizo. 

Vista esta distopía desde noviembre, es difícil alcanzar toda su dimensión. España termina convirtiéndose en el primer país en tasa de mortalidad por millón de habitantes:

  • España: 326 muertos/1 millón de hab.
  • Italia: 302 muertos/1 millón de hab.
  • Bélgica: 218 muertos/1 millón de hab.
  • Francia: 187 muertos/1 millón de hab.
  • Suiza: 110 muertos/1 millón de hab.
  • Estados Unidos: 49 muertos/1 millón de hab.
  • Alemania: 29 muertos/1 millón de hab.

En noviembre nadie hubiera pensado que esa situación la buscó el Gobierno ni que fuera el directo responsable de esa inaceptable tasa de mortalidad de un virus que ya había asomado su terrorífica letalidad en un país como Italia, a una hora de avión de España. Pero tampoco esa distopía nos hubiera llevado a prever que ese mismo Gobierno iba a sacar pecho de su ineptitud. De hecho, hay una frase de su portavoz parlamentaria, Adriana Lastra, que todavía retumba en la carrera de San Jerónimo: “Toda Europa llegó tarde pero España actuó antes”. Curioso razonamiento porque incluso en el caso de que se acepte esa consideración (que los hecho han puesto en duda), el Gobierno debería dimitir. Si es el primero que actuó y pese a ello España es el país con más alta tasa de mortalidad por millón de habitantes, la ineficacia es oceánica.  

Además, hace medio año nadie hubiera podido creer que los sanitarios españoles, por falta de protección, iban a ser los profesionales de la salud europeos con más bajas por la pandemia. Ni que después de un mes confinados, los españoles no contaran con equipos de protección como mascarillas ni hubieran sido sometidos a test masivos para conocer el alcance real de la transferencia del virus. Por no hablar del batacazo económico: 900.000 afiliados menos a la Seguridad Social, más de dos millones y medio de empleados afectados por un ERTE, millones de empresas y pequeños negocios cerrados. Y, sobre todo ello, 17.000 muertos. Pero criticar al Gobierno está mal visto… por el Gobierno, claro. La cadena de aciertos del Gobierno socialista de Portugal contrasta con la sucesión de errores de Pedro Sánchez. Los 1.214 kilómetros de frontera entre ambos países ibéricos marcan la cara y la cruz del coronavirus. ¿Por qué el país vecino tiene trece veces menos el número de muertes que España? Sánchez podría aprender de Antonio Costa, su homólogo luso. Y socialista.

Las compras de material sanitario, centralizadas por un Ministerio de Sanidad sin músculo (tras haber cedido desde hace dos décadas sus transferencias tanto con gobiernos del PP como del PSOE) ni capacidad de compra, serían, de vuelta a la distopía, un desastre agravado por la desvergüenza del régimen chino, responsable de la pandemia, y hoy su principal especulador.

Y otro de los efectos más terribles de la distopía será el día después del confinamiento. La vida ya no será la misma, ni nosotros, ni nuestras relaciones, ni nuestros entretenimientos, ni nuestro trabajo (el que lo conserve)… Porque hoy, aunque nos llamen héroes, lo somos de pacotilla con la nevera llena, wifi y calefacción. Pero ¿hay alguien capaz de narrar la distopía que nos espera a la vuelta de la primavera?