Ayer, los últimos de Ifema, bailaron. Cerraba el mayor centro sanitario de España para combatir el Covid-19. Cerraba el milagro de Ifema, con los dedos bien cruzados para que no tenga que reabrirse el milagro, porque los milagros no están para hacer más milagros.
Ifema, hasta el 22 de marzo, olía a perfume, a sudor de ejecutivo y a ventas al por mayor. Era la joya de la Corona de Madrid, que acababa de celebrar su 40 cumpleaños. Estuve allí el 15 de enero celebrando el aniversario en una mesa redonda con todos los alcaldes de Madrid y nadie podía imaginar que, al correr de dos meses, aquellos pabellones vestidos de domingo iban recibir tanto dolor y a la vez tanta esperanza, tantas lágrimas pero tanta alegría, tanta realidad y tan poca fantasía.
El hospital de campaña más grande de España fue una de las pocas razones para la esperanza en esta devastadora primavera. Cuando Madrid sufrió el zarpazo del terrorismo el 11 de marzo de 2004, los recintos feriales albergaron los cuerpos de las 192 víctimas, fue el Palacio de Hielo del 11-M. Recuerdo que a los periodistas que cubrimos aquellas jornadas de sangre y rabia, se nos agarraba un nudo en la garganta cada vez que teníamos que volver allí, donde tantas lágrimas sin consuelo habían alfombrado sus instalaciones.
Ahora ocurrirá algo parecido pero en esta crisis, algo de vida se ha abierto paso entre los 4.000 pacientes que han sido atendidos. La obra, que se realizó en dos días gracias al Ejército, ha sido un alarde técnico y sanitario envidiado por medio mundo. La mejor España estaba allí, con el profesor Zapatero a la cabeza. Entre sus 1.300 camas la vida también ha estado de fiesta: han bailado los médicos (más de mil desplazados de hospitales y centros de salud), han reído los pacientes y las familias han estado cerca de los enfermos, para contagiarles del calor que les mandábamos todos.
Hace unas horas, los últimos de Ifema se abrazaban y lloraban por los que no están; por la vida segada de tantos inocentes. Allí se quedan la mayor parte de las camas e instalaciones por si fueran necesarias. Esperemos que pronto los pabellones vuelvan a su tarea empresarial. Pero que nadie se extrañe si cuando visite Ifema siente correr por sus venas tanta pena como sintió Miguel Hernández por la muerte de su amigo Ramón Sijé, un pellizco de emoción que se colará entre stand y stand y que nos dejará helados, y un entornar de ojos para agradecer a Dios que nos devuelva el alma.