Empiezo este artículo con una frase revolucionaria: no sé si la Comunidad de Madrid debía o no pasar a la fase 1 de la desescalada en la lucha contra el Covid-19. Digo que es revolucionaria porque hoy no hay nada más revolucionario que la humildad. Reconocer uno que no sabe lo que no sabe es desnudar su ignorancia ante la opinión pública, y la política de trincheras en la que vivimos no permite estos alardes. El Gobierno ha decidido que se quede en la fase 0 y sus razones clínicas y epidemiológicas tendrá. Yo no tengo ni técnica ni conocimiento para discutirlo.
Repito: yo no sé si Madrid estaba o no preparada para aliviar las medidas de desconfinamiento, lo que hubiera acarreado que desde el próximo lunes podríamos reunirnos con familia y amigos hasta un máximo de 10 personas, disfrutaríamos de las terrazas, hoteles y mercados al aire libre, hasta un 50% de aforo, y nos brindaría la posibilidad de acudir a espectáculos y museos hasta completar un tercio de su capacidad.
Lo que sí sé es que de nuevo la politiquería ha vuelto a ensuciar una decisión crítica para una Comunidad que lleva dos meses encerrada y viendo cómo sus ucis, sus hospitales y sus residencias se convertían en corredor de la muerte. El solo hecho de pedir el cambio de fase ha provocado una guerra interna en el Gobierno de coalición de la Comunidad compuesto por PP y Ciudadanos.
El vicepresidente, Ignacio Aguado, de la formación naranja, echó un órdago hace unos días al exigir que se solicitara al Gobierno de España –la autoridad competente- encaramarse al siguiente peldaño por las consecuencias económicas que tendría seguir manteniendo cerrada la hostelería para la Comunidad de Madrid. La presidenta, Isabel Díaz Ayuso, en principio contraria a dar ese paso tan crítico cuando la pandemia no está ni mucho menos vencida (Madrid cuenta con más de 70.000 infecciones confirmadas y 15.000 muertos), cambió de opinión y terminó suscribiendo la posición de su socio de gobierno. La consecuencia ha sido la dimisión de la consejera de Salud Pública, Yolanda Fuentes, absolutamente contraria a la medida por considerar que Madrid sigue teniendo malos indicadores sanitarios.
Bueno es recordar que tanto Díaz Ayudo como Fuentes acertaron cuando se adelantaron una semana al irresponsable Gobierno de Pedro Sánchez, cerrando los colegios y la visita a las residencias en la segunda semana del atroz marzo. Entonces, ambas fueron de la mano en la anticipación y la prudencia. Ahora, esa visión conjunta ha saltado por los aires.
Si Díaz Ayuso hubiera conseguido pasar de fase, es probable que los infectados hubieran aumentado, sí o sí, porque hay gente, mucha gente, muchísima gente, a la que no se le ha hecho ningún test ni prueba para estar seguros de que no están infectados, de que no son portadores, porque hay muchos sanitarios que están arriesgando su vida para curar a los demás pero puede que sean trasmisores sin saberlo, porque no se les ha hecho un examen previo. Y por qué no se les ha hecho esa prueba. Porque si se las hicieran quedarían, voy a ser generosa, parcialmente desabastecidos todos los hospitales, todos los centros de salud. Ya que tendrían que estar en cuarentena.
Díaz Ayuso es el escaparate político de Pablo Casado. Esa palanca de poder es para el PP el ejemplo de la gestión que realizaría si llegara al Palacio de La Moncloa. De hecho, Casado ha hecho casi toda su vida política en la Comunidad y sabe muy bien de la trascendencia de la región, que se ha convertido en los meses del coronavirus en el contrapunto a la gestión socialista en Moncloa.
Pero después de este politiqueo, tan alejado de los intereses ciudadanos, se abre un debate para el que no sé si estamos preparados: aun asumiendo que habrá más contagios y quizá, más muertos, ¿se debe aliviar el confinamiento para evitar que lleguemos al verano con 600.000 parados más y a fin de año con un millón de desempleados, lo que provocará disturbios y hasta muertes por hambre, además de incontroladas manifestaciones, saqueos y desequilibrio social? Dicho de manera expeditiva: ¿hay que pagar ese precio para evitar que millones de personas que no trabajan y no tienen acceso a ayudas terminen haciendo cola en los comedores sociales o teniendo que saquear las tiendas?
Sé del calado de este debate, que existe ya en todos los Gobiernos del mundo, para el que una mente piadosa solo tendría una respuesta: la salud es lo primero. Pero no hay primero sin segundo, y lo que viene ¿será peor? Porque comer todos los días, mantener a tus hijos, calentar tu casa o poder pagar tu hipoteca también es salud, a juicio de muchos expertos aterrorizados ante la devastación económica que tenemos en puertas. Es la vieja dialéctica entre lo bueno y lo justo. Yo no tengo respuesta. Lo que me pide el cuerpo es rogar para que nuestros políticos acierten y encuentren ese difícil equilibrio entre la salud que nos quita el Covid-19 y la salud social y económica que se puede llevar por delante a los más vulnerables. Hay decisiones tan profundas que exceden el marco de la política. No se trata de izquierdas y de derechas, se trata de una decisión conjunta a favor de los españoles.
Tomo a Salomón como una fábula no como ejemplo; pero sí hay que hacer algo hoy que sirva para el mañana. Todo, menos que Pablo Iglesias diga que Díaz Ayuso juega “con la vida de los madrileños”. El mismo que no ha movido un dedo para evitar la tragedia de las residencias, después de hacerse responsable de su gestión solo para llenar una rueda de prensa que convocó saltándose la cuarentena. El debate es tan hondo que es imposible que Iglesias ni siquiera llegue a intuirlo, dedicado como está al marketing del “todo a cien”.
Pero de que los sabios sepan resolverlo depende nuestra supervivencia. La de los de derechas y la de los de izquierda. Incluso la supervivencia de los que la política tanto les da. La supervivencia de los que están preocupados, nada más y nada menos, por su vida y por el futuro de sus hijos.