Si yo me llamara Marta Flor, sería la abogada de un partido que cogobierna España, y mi líder carismático me hubiera incrementado el sueldo por ser “buena”, que en su jerga es compadrear con fiscales para obtener información secreta —vamos, lo que viene siendo un delito— y así tener acceso privilegiado a un procedimiento que afecta al ¡macho alfa!

Si mi nombre fuera Dina Bousselham, habría sido asesora de ese mismo macho alfa en Bruselas, y después de una rocambolesca peripecia con la tarjeta de mi móvil —el de Dina—, con fotos para ver solo o en pareja de facto, habría cambiado mi versión ante el juez, del robo de datos (una imagen vale más que mil palabras) y ahora, como premio, estaría dirigiendo un libelo laudatorio a mayor gloria de él; sí, de él, “el macho alfa”.

Si me llamara Irene Montero, habría pasado de la siempre digna tarea de ser cajera de un supermercado a portavoz de un grupo parlamentario en el Congreso y, de ahí, como cuota del macho alfa, a ministra del Gobierno del Reino de España. 

Pero si mi nombre fuera Tania Sánchez, antes que Irene, Dina o Marta, habría sido agraciada con el favor del gran jefe, nuestro Pablo que a todas acoge en su seso, y hubiera pasado de concejala de Rivas Vaciamadrid a diputada de la Asamblea de Madrid, luego a diputada en Cortes y, finalmente, de vuelta al Parlamento regional. Y sin perder un solo trienio en el paro. Y es que el amor primero es el incondicional que nunca se olvida.