Se ha ido Ennio sin saber lo mejor. Sin saber que Cinema Paradiso ha llenado de música los intersticios de nuestra vida, nos ha vaciado de lágrimas y llenado de melancolía, nos ha matado de amor y resucitado de felicidad; sin saber que hemos querido ser aquella Elena a quien Totó esperaba diecinueve días y quinientas noches al pie de su ventana por si la abría para él, pero que hubiéramos también dado lo que tenemos por contar con un Alfredo en nuestras vidas que respondiera de la sisa inocente para evitar el coscorrón de una madre. Se ha ido Ennio, sí, pero no nos deja vacíos porque sus acordes y las lágrimas de Jacques Perrin, el Totó mayor, son todo un tratado de nostalgia, y cada fotograma de besos robados a la censura devota, unido a otro y a otro y a otro como los labios que encierran, nos recuerda el temblor de aquel primer beso de aquel primer amor.
Ennio no lo sabe pero los ojos de Perrin humedecidos de nostalgia contenían todas las lágrimas del mundo. Su vida de ausencia —la vida— estaba en el hilo arrugado y destejido de la labor que la madre de Totó hizo mientras le esperaba, cuando abandona el trabajo y corre a recibirlo; o en la habitación del niño, intacta desde que se marchó, como antídoto contra el despego de las raíces de quien se fue del paraíso y vuelve a tiempo para conjurar la pérdida.
Cinema Paradiso es el cine de la plaza de Palazzo Adriano, en Palermo, donde se rodó la película, pero es también cada sala de proyección que pisamos en nuestra juventud, con doble sesión y palomitas saladas, allí donde vivimos otras vidas gozándolas para nosotros a la luz del proyector, de una fantasía, de una luminosa mirada al mundo que solo el cine nos ofrecía.
Con Ennio no se van sus composiciones que con solo escucharlas vemos la película: La Misión, Érase una vez en América, La muerte tenía un precio o El bueno, el malo y el feo. No se van porque seguirán hablándonos al oído, quedas, como si Morricone las hubiera creado solo para nosotros, presto a llenar esa música de imágenes de nuestra vida, de nuestros besos, de nuestros sueños, de nuestra felicidad. Porque Ennio diseñó con su batuta el mejor tratado de la pérdida. Y de la resurrección, también.