Acaba de hacer veinte años de la muerte de mi padre. Murió el 14 de septiembre de 2001 con las botas puestas. Enfermo de muerte, todavía se desvelaba por la Facultad de Ciencias de la Información, de la Universidad Complutense, en la que trabajó como bedel desde el primer día que abrió sus puertas. En la que vivió también, en sus modestas casas para el personal no docente, porque esa entrega que él sentía no podía limitarse al horario laboral, tenía que convivir con ella, dormir y despertarse entre sus muros, porque esa Facultad fue su vida, tanto que la muerte tuvo que ir a buscarle allí. Cuando el cáncer le dio el primer aviso de que la parca estaba cerca, lo dejó varado en los pasillos de su querida Facultad, adonde lo fue a buscar una ambulancia, que aquel 19 de noviembre de 1999 gritó con su sirena camino del hospital Clínico la tragedia que se nos avecinaba. Enfermó de muerte entre aquellas frías paredes de hormigón. Dónde si no.
Era pura comunión la que les unía. Tanto que para todos en aquella casa, para profesores y alumnos, para limpiadoras y ordenanzas, para secretarias y camareros, era solo Emilio. Emilio sin apellidos. O no tanto: era Emilio el de Periodismo. La Facultad le dio trabajo, techo y hasta apellido. Tan fuerte era el vínculo que murió el mismo día, treinta años después, de que el BOE publicara el decreto de creación de las Facultades de Periodismo. También el calendario trenzó sus vidas. Y no solo el calendario. Está enterrado en el cementerio de Pozuelo de Alarcón, junto a la tumba de un profesor de Periodismo británico, y a diez metros de Gerardo Diego, que no fue periodista pero nos deleitó con su maravilloso castellano. Allí, cerca de mi padre, yace el poeta de la Generación del 27, bajo sus versos universales: “Ya me tienes vaciado/ vacante de fruto y flor/ desposeído de todo/ todo para ti señor”.
Por Emilio el de Periodismo doblan hoy las campanas, veinte años después de que se marchara. Como buenos hermanos, también tañen por el Periodismo; por la pureza perdida, por su honradez, por su calidad, qué digo, doblan por su supervivencia. Sus profesionales se duelen de los sueldos, de los ere, de la precariedad, de los despidos, del intrusismo, de la frivolidad, de las tertulias banales y de los sálvames gritones. Y si el periodista está herido, el horno que los fabrica no está mejor. La Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense es la decana de todas las facultades de Periodismo en España, y acaba de cumplir cincuenta años, entre la decadencia y el hastío. Medio siglo que se han celebrado sin alma; se han celebrado como las marquesas convidaban antaño a las meriendas sociales: canapés, sonrisas fingidas, y laca, mucha laca, para tapar las arrugas del alma. Al evento acudió la Reina. Porque la Reina Letizia estudió entre sus paredes de hormigón. Fue la mejor de una fiesta de cartón piedra que solo conmemoraba la vacuidad.
Sonó Morricone en la triste fiesta de la Facultad. Porque la Facultad era el Cinema Paradiso de muchos de nosotros, los que estudiamos allí, los que desgastamos las incómodas sillas de la cafetería más horas que las reglamentarias del aula. Los que comimos sus insufribles menús de grasa y ganga, los que dormitamos en su biblioteca ante la mirada sabia de sus libros. Se conmemoró el cumpleaños de la Facultad pero sin los Totó o los Alfredo del Paraíso. Los que de verdad sabían como engrasar el proyector de la Facul no estuvieron presentes, ni su recuerdo, ni sus fotos marchitas por el tiempo y el desagradecimiento.
Ciencias de la Información no está para álbumes amarillentos ni para trabajadores del Cuéntame. Fuera esas reliquias, hoy olvidadas, sin las cuales aquella Facultad no hubiera peinado estas canas de hoy, mal teñidas para la ocasión con la imagen de periodistas pintureros y famosos televisivos. Reliquias como mi padre y decenas de trabajadores a los que la Facultad ha olvidado y cuya memoria curiosamente solo ha sido respetada por una película, “Tesis”, de Amenábar, quizá porque Amenábar estudió allí y sabe bien que detrás de las luces de neón había muchos anónimos encendiendo cada mañana de legañas y pan duro tostado, la sala de máquinas de la Facultad. En “Tesis”, los ordenanzas de Periodismo hicieron de extras, mucho más presentes que en la conmemoración oficial de estos díasUna pena que los actuales gestores de esa Facultad hayan vaciado de memoria esta efeméride, hayan despojado nuestro patrimonio sentimental, para entregar las páginas de este aniversario al relumbrón de los antiguos alumnos que salen en la tele e incluso a los famosetes que felicitaron en un video hueco todavía no saben a quién. Pese a ello, Periodismo guarda entre sus intersticios demasiadas lágrimas derramadas, demasiados amores de juventud, demasiados desvelos de gente humilde y trabajadora, demasiada entrega de profesores barbudos e inspiradores y alumnos remolones e ilusionados como para que un evento de todo a cien los pueda orillar en el bulevar de los sueños rotos, en el desván del olvido. La muerte de la memoria, como la de cualquier hombre, en palabras de John Donne, nos disminuye a todos. “Por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas. Doblan por ti”, Facultad de Ciencias de la Información.