Han pasado unos días, pero aun perdura el buen sabor de boca que dejó en mi paladar y en mi temple la visita que hice a Segovia capital. Fui a comer con quien exprime su mente para satisfacer mi ente y comimos, como castizos consentidos que somos, a pie de obra.
Pero no de una obra menor, no, una obra de las que pagan (hoy) gran tributo al Ayuntamiento correspondiente, de una obra que medio siglo después de Astérix, realizaban los romanos piedra a piedra antes, mucho antes, del momento en que yo les cuento lo acontecido como aquí lo hago. Una obra que podía estar recogida dentro de las ya conocidas Maravillas del Mundo. Pero los romanos ya habían contribuido con el Coliseo Romano (valga la redundancia) y no querían más publicidad, ya vendría el Festival de San Remo para ofrecernos “Il mondo”, de Jimmy Fontana, y volvernos a conquistar a todos.
Y allí fui a parar, a la plaza de Azoguejo, a acariciar en su base a esas cariátides formadas de piedra labrada con una austeridad de pirámide egipcia. Y allí, siguiendo con la mirada sus miembros, llegar hasta su cénit y conseguir oír el rumor de las aguas que por su canal fluye. Y después de un recorrido de casi 30 metros de ascensión y lo que obliga la panorámica, a derecha e izquierda para grabar lo visto en el disco duro de mi ajetreada cabeza, un cerrar de ojos y un lacre para que ese recuerdo sea inviolable.
¿Y a quién después de ese dejarse llevar por los siglos no se le abre el apetito? En Segovia, Segovia entera, de donde entres a comer has de salir satisfecho. Pero estando como estaba, a pie de obra, con las tripas tocando a vísperas, se me reveló la imagen que el barrido panorámico había dejado en mi subconsciente. “Mesón de Cándido”. Si tuviese que optar entre quitar El acueducto o el Mesón de Cándido me vería ante un pleito que ni el de Salomón. Pero como los caminos del Señor son inescrutables, de momento, vamos a tiro hecho, que más vale cochinillo en plato que acciones en inmobiliarias.
Cruzado el quicio de la puerta del Mesón me vi en un mundo cosmopolita, pero a la vez en un ambiente casero y familiar. La atención de todo el personal con que traté fue de buenos profesionales; el lechón, exquisito, y el ponche segoviano (perdón otra vez por el epíteto) fue el remate perfecto. Pero aquí no acaba la historia. En el refectorio, casi al final de la comida, vi como Cándido agasajaba a los comensales con su arte de partir el cochinillo con un plato después de recitar, como un conjuro, su descripción ritual al troceado del lechón, que ya había visto hacer a su padre y que seguro continuará haciendo su hijo, ya ahí al pie del cañón.Cándido me resulto una persona próxima, entrañable, alguien que ha mamado la bonhomía y el saber tratar a los parroquianos y amantes de la buena mesa. No nos conocemos personalmente, por eso no se lo dije en persona. Pero aquí y ahora quiero dar las gracias a Cándido fundador, Cándido regente y Cándido heredero por haber creado y mantener vivo ese lugar que no solo es parte de Segovia, sino que es Segovia mismo.