“A dos metros bajo tierra”, la afamada serie de TV, nos recordaba con talento y atrevimiento, la fascinación del ser humano por lo desconocido, la negrura de la muerte, esa irónica condición que nos lleva a esquivar la parca a pesar de saber que es la única certeza que nos acompaña desde nuestro nacimiento.
El coronavirus se empeña en arrojarnos a la cara ya más de 14.000 fallecidos y el Gobierno en ocultarlos, en que no tengan nombres, en convertir esta pesadilla en matemática pura, geometría, curvas, picos, progresiones, cálculos, proyecciones, estabilizaciones, cuando no en refrescarnos la geografía que aprendimos en el cole: mesetas, llanuras, cordilleras… Pero no muertos. Son cifras, datos fríos, tendencias, estadística pura. Pero no muertos, que es de mal gusto hablar de muertos.
Muertos sin nombres, sin caras, sin lágrimas, sin abrazos, sin manos cálidas, sin entierros, sin curas, sin despedidas, sin pésames, sin velatorios… Cualquiera diría de esta pandemia que no tiene muertos. Solo cifras. En esta España que llenó las calles en defensa del perro Excálibur, porque tuvo que ser sacrificado para evitar que transmitiera el ébola, nadie habla de muertos hoy. Hasta los medios de comunicación nos agarramos a los enfermos dados de alta para conjurar hablar de los muertos.
A ocho grados bajo cero, esos muertos invisibles, esa estadística posmoderna de ataúdes reciclables para lavar nuestra conciencia, descansan en fila militar en el Palacio de Hielo de Hortaleza, en Madrid. Una moderna infraestructura para mantener frescos sus cuerpos, que no su memoria, solo guardada por sus familias como el mejor tesoro de una despedida que no fue tal. España ha decidido que la muerte es clandestina, que hay que esconderla, como si fuera el recuerdo furtivo de una realidad incómoda, repleta de gente, vieja la mayor parte, que nos devuelve lo ingratos que somos. ¿Por qué no hay entrevistas en las televisiones a los familiares de los difuntos? Criticamos los bulos, intencionados y tóxicos, pero no hablamos de muertos, porque son más incómodos, nos devuelven tantas preguntas por hacer, tantas dudas sobre si pudieron evitarse o no, por lo menos en tan alto número.
Hay quien ya no sale a aplaudir a las ocho. No porque los sanitarios no lo merezcan sino porque España está de duelo, porque las únicas lágrimas que salen en los telediarios son las de los curados, lógicas y comprensibles, pero hay océanos de lágrimas que no se ven, que no nos mojan, porque son de puertas para dentro, porque no llegan ni a los felpudos de las casas que nos impone el confinamiento. Lágrimas que siguen corriendo sin consuelo para vergüenza de todos. Mientras la “insolidaria” América, carente de alma y de sanidad pública, se plantea cavar fosas comunes en los parques de Nueva York, la solidaria España, superguay y encantada de haberse conocido, no es tan mala como Trump porque entierra a sus muertos como es debido… pero lo grave es que los entierra mucho antes de darles sepultura. John Donne lo dejó escrito hace más de tres siglos. “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad: por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”.